En Italia la pasión por el fútbol viene de muy lejos. Tanto, que para hablar de su selección nacional hay que echar la vista atrás más de un siglo. La Federazione Italiana del Football nació en Turín en 1898, agrupando a los mejores equipos del país, que entonces estaban situados en torno a aquella ciudad. Enseguida se formó una especie de selección nacional con los mejores jugadores de aquellos clubes originales, de los cuales sólo tres habían nacido en Italia, que el 30 de abril de 1899 se impuso en enfrentamiento amistoso a un combinado similar procedente de Suiza por un tanteo de 2-0. Aquella primera nazionale vestía con la camiseta blanquiazul que prestó el Genoa, una de las entidades más potentes de la época.

De aquel conjunto de pioneros, creado expresamente para ese partido, nunca más se supo. Hubo que esperar a 1910 para que la Federación, inspirada por las ideas nacionalistas del clima prebélico de la época (como se refleja en su cambio de nombre, que eliminó el anglicismo “football” y pasó a llamarse Federazione Italiana Giuoco Calcio, FIGC), propusiera formar una auténtica selección de futbolistas puramente italianos. Así, el 10 de mayo de aquel año se invitó a Francia a disputar el primer partido de Italia como tal en la mítica Arena Civica de Milán. La victoria local fue contundente: el equipo capitaneado por Francesco Calì, siciliano del Andrea Doria de Génova, ganó 6-2, con triplete del milanista Pietro Lana.

Sin embargo, aún no se podía hablar de squadra azzurra, ya que, a falta de acuerdo sobre el color más adecuado, se optó por jugar con camisetas blancas. El blanco era, además, la tonalidad del Pro Vercelli, otro equipo potentísimo de la época que, sin embargo, había tenido algún que otro conflicto con la FIGC. Por eso, y porque el siguiente partido de blanco fue una contundente derrota en Hungría, los dirigentes optaron por comenzar 1911 vistiendo de azul. El motivo de la elección de un color tan aparentemente poco patriótico (no olvidemos que la bandera italiana es verde, blanca y roja) se debe a que el azzurro es el símbolo de la casa de Saboya, dinastía dirigente en el entonces Reino de Italia.

Aprendiendo a ganar

De azul llegaron las primeras participaciones en competiciones internacionales, como los Juegos Olímpicos de 1920 y 1924, donde Italia alcanzó los cuartos de final, o los de Amsterdam 1928, en los que se consiguió el primer gran éxito: la medalla de bronce, tras caer en semifinales contra el futuro campeón Uruguay. Precisamente el país sudamericano acogió, en 1930, la primera edición del Mundial, en el que Italia no participó, igual que muchas otras selecciones europeas, por el larguísimo viaje en barco que habría supuesto. En su lugar, tomó parte en la primera edición de la Copa Internacional, un torneo reservado a naciones centroeuropeas, con formato de liguilla, desarrollado a lo largo de tres años, y que precisamente Italia conquistó al derrotar 0-5 a Hungría en el último partido.

La primera participación transalpina en un Mundial llegó en 1934. La FIFA decretó que se jugara en la propia Italia, para fomentar la participación de las potencias del Viejo Continente; quizás en venganza, el campeón de la edición anterior (el propio Uruguay) no acudió. Argentina, la finalista, fue muy debilitada, ya que buena parte de sus estrellas (Luis Monti, Enrique Guaita, Raimundo Orsi) habían optado por nacionalizarse… italianos.

En 1934 siempre recayó la sospecha del juego sucio, el favoritismo arbitralPara la dictadura fascista de Mussolini, el fútbol era mucho más que un deporte. El régimen lo veía, primero, como una forma de dar cohesión social a un país históricamente muy dividido, que no se había unificado hasta apenas medio siglo antes, y después, como la mejor forma de propaganda, de demostrar la renacida grandeza italiana, de cara al exterior. Por eso, la victoria en ese campeonato era cuestión de Estado. Había que ganar, fuera como fuera.

Y se ganó. Sólo participaban 16 equipos, a eliminatoria directa, sin fase de grupos; en octavos de final golear a Estados Unidos fue pan comido, pero en cuartos ya empezaron los problemas. Italia quedó emparejada contra la muy potente República Española de Zamora, Ciriaco, Quincoces o Regueiro. El partido acabó con 1-1 (1-0 en la repetición, según el reglamento de la época), si bien los españoles acusaron al árbitro de imparcialidad dudosa, al permitir acciones violentas de los italianos que lesionaron a varios jugadores, entre ellos el mismo Zamora, y anular sin motivo aparente varios goles del equipo ibérico. La semifinal contra Austria fue un poco más pacífica, aunque no menos complicada (1-0). Y en la gran final, en Roma, se vivió la primera gran muestra del gen competitivo italiano: tras 75 minutos reñidísimos, los checoslovacos se adelantaron, pero a falta de 10’ Orsi logró la igualada que forzó la prórroga. Ahí, Angelo Schiavio entró en la historia como el goleador que dio al país su primer título mundial.

Vencer o morir

Sobre esta victoria, sin embargo, siempre recayó la sospecha del juego sucio, el favoritismo arbitral y las presiones recibidas por los organizadores para “facilitar el camino” a los anfitriones. Quizás por eso, aunque nunca se presentó ninguna prueba ni se hicieron acusaciones formales, los italianos redoblaron sus esfuerzos para demostrar que eran los campeones justos y merecidos. Así, apenas unos meses después, en noviembre de 1934, Italia osó desafiar a Inglaterra, los inventores del fútbol, los que se consideraban (y de hecho eran) tan superiores al resto que rechazaban participar en los Mundiales por considerarlos indignos de su nivel. El encuentro aún se recuerda como la “batalla de Higbury”, y fue tan tosco como se estilaba en la época: a Monti le rompieron el pie nada más empezar y tuvo que aguantar cojeando todo el primer tiempo, ya que en aquella época no había cambios. Acabó con una derrota muy meritoria, 3-2, con la posibilidad incluso de empatar y sorprender al mundo entero en el último minuto (el larguero rechazó el chut de Meazza), y con el público inglés ovacionando a los valientes transalpinos.

Era frecuente que el Duce enviara a los jugadores telegramas antes de los partidosPor si fuera poco, en 1935 ganaron su segunda Copa Internacional, esta vez con mayor ventaja sobre Hungría y Austria, y al año siguiente se llevaron la medalla de oro en el torneo de fútbol de los Juegos Olímpicos de Berlín, en los que, al igual que ahora, no participaba la élite profesional, sino que las reglas del amateurismo imponían que debían jugar nombres menos conocidos, de tercera o cuarta fila, fundamentalmente sacados de las universidades. En la final batieron a Austria, otro de los grandes de la época, también con sufrimiento: 2-1 en la prórroga. En rigor, este título no puede considerarse azzurro, ya que, por orden directa de la jerarquía fascista, la selección vistió durante un tiempo de negro, en homenaje a las milicias del Partido Fascista que ayudaron a conquistar el poder.

Pero la prueba de fuego llegaría dos años después, en el mundial de 1938, con la Segunda Guerra Mundial a la vuelta de la esquina, y con Francia, una nación abiertamente hostil al régimen mussoliniano, como anfitriona. Aquí, los italianos no podían depender de ayudas externas: se veían obligados a desplegar todo su potencial futbolístico para hacerlo. Y lo hicieron, por la cuenta que les traía; era frecuente que el Duce enviara a los jugadores telegramas antes de los partidos con un texto tan escueto como contundente: “Vencer o morir”. Llámenlo motivación, llámenlo miedo, el caso es que la nueva hornada de futbolistas italianos (de los campeones cuatro años antes sólo quedaba Meazza) fue derrotando uno a uno a todos sus rivales, incluida Francia y el ya fortísimo Brasil, hasta vencer en la final a Hungría por un cómodo 4-2. Antal Szabó, el portero magiar, conocedor de los métodos gubernamentales, declaró tras el partido que pese a haber encajado cuatro goles y haber perdido el torneo, estaba contento por haber salvado once vidas.

La caída más dura

Italia, bicampeona del mundo, estaba en lo más alto. Pero dos grandes tragedias impidieron disfrutar de la gloria correspondiente. La primera fue el estallido de la guerra, que no sólo paralizó el fútbol internacional, sino que además dejó al país completamente destruido. Con la contienda finalizada y la República proclamada (aunque se mantuviera el azul monárquico como color nacional, en homenaje a los campeones), poco a poco parecía que el calcio se iba recuperando. Había, además, una generación que tenía muy buena pinta, que practicaba un fútbol dinámico, vertiginoso, alegre y tremendamente efectivo, con nombres como Ezio Loik, Franco Ossola o Romeo Menti o, sobre todos, el gran Valentino Mazzola, considerado uno de los mejores italianos de todos los tiempos y, posiblemente, el mejor jugador del mundo en aquellos años. Todos esos jugadores, y muchos más, jugaban en el Torino, equipo que venía arrasando en la Serie A desde antes de la guerra y que aportaba 10 de los 11 titulares de la selección. Todos ellos murieron cuando el avión que traía a su club de vuelta de Lisboa, tras un partido amistoso, se perdió entre la niebla y se estrelló contra la basílica de Superga, cerca de Turín.

Cuán distinta hubiera sido la historia si ese equipo llega a participar en un mundial es algo que nunca se sabrá. Italia tuvo que recomponer deprisa y corriendo su selección con jugadores buenos, pero claramente inferiores a los desaparecidos, para poder participar en el torneo de 1950 en Brasil. Además, la psicosis surgida en torno al avión obligó a hacer el viaje en barco, con lo que los futbolistas no llegaron en las mejores condiciones. Así, su rendimiento fue más bien escaso, no pudiendo superar siquiera la fase de grupos.

El hundimiento se prolongó durante bastantes años. En el siguiente mundial, Suiza 1954, el resultado fue igual de pobre (fase de grupos), igual que en Chile 1962. Para el que hubo entre medias, Suecia 1958, ni siquiera se clasificó. Tampoco participó en la naciente Eurocopa de 1960, ni llegó a la fase final de la de 1964; en aquellos tiempos, el país organizador sólo acogía las semifinales y la final, disputándose las rondas previas a doble partido en las naciones correspondientes.

Sin embargo, el momento más humillante de la historia del fútbol italiano quizás sea el mundial de Inglaterra 1966. La Nazionale, pese a contar con nombres ilustres como Trapattoni, Altafini, Sívori, Maldini (padre) o Buffon (pariente lejano), cayó eliminada en su grupo tras ganar a Chile (normal), perder con la Unión Soviética (dentro de la razonable)… y caer por 1-0 contra la absolutamente desconocida selección de Corea del Norte. El disparo raso de Pak Doo Ik no sólo batió a Albertosi, sino que enfureció tanto a la hinchada que, a la vuelta de la selección al Bel Paese, fue recibida en el aeropuerto de Génova literalmente a tomatazos.

Renacer cuesta una moneda

Las cosas tenían que cambiar urgentemente, fuera como fuera. Y fue, tal como reconocen los propios italianos, gracias a la fortuna. La selección se clasificó para la fase final de la Eurocopa de 1968 superando un grupo más bien fácil (Rumanía, Suiza y Chipre) y derrotando en cuartos de final a otro rival tirando a modesto, como era por aquel entonces Bulgaria. La fase final, además, se jugó en casa, por designación de la UEFA. La semifinal, en Nápoles, fue contra la Unión Soviética; el enfrentamiento entre azules y rojos se saldó con 0-0, prórroga incluida; a falta de penaltis, y ante la imposibilidad de repetir el partido por falta de fechas, se resolvió, literalmente, a cara o cruz, con el árbitro alemán occidental Kurt Tschenscher lanzando una moneda. Cayó de cara, tal como había elegido el capitán italiano Giacinto Facchetti. El sorteo se celebró dentro del vestuario, sin testigos más allá del lateral del Inter y del ruso Shesternyov, lo que dio pie a no pocas suspicacias. En todo caso, los comunistas jamás reclamaron.

Casi igual de accidentada fue la finalísima, de nuevo en Roma, contra la entonces unificada Yugoslavia. Los balcánicos empezaron adelantándose por medio de su gran estrella Džajić; Italia, con las bajas de los lesionados Gigi Riva y Gianni Rivera, estaba jugando fatal, pero a poco del final Domenghini consiguió igualar el partido con un lanzamiento de falta, forzando la prórroga, en la que el marcador no se volvería a mover. Esta vez sí se podía permitir el lujo de repetir la final dos días después. El seleccionador Valcareggi tomó nota de sus errores y optó por sacar un equipo más ofensivo, con Sandro Mazzola (hijo del mítico Valentino) y con Riva, recuperado milagrosamente. Fue el propio Riva el que abrió la lata, nada más comenzar el encuentro, y Anastasi estableció el definitivo 2-0 que proclamó a Italia, por primera y hasta ahora única vez, campeona de Europa.

La siguiente cita fue el mundial de México 1970, en el que Italia jugó razonablemente bien y, aun con ciertos apuros, consiguió llegar a semifinales. Allí esperaba ni más ni menos que Alemania Occidental. Los germanos venían de eliminar a toda una Inglaterra, por lo que se les consideraba grandes favoritos; sin embargo, Italia se adelantó pronto, por medio de Boninsegna, y se dedicó el resto del partido a aguantar el marcador. Lo consiguió hasta más allá del minuto 90: el árbitro, señor Yamasaki (pese al nombre, peruano nacionalizado mexicano), decidió añadir dos minutos más, algo inédito en aquel entonces, y Schnellinger aprovechó para empatar. La prórroga fue tan vibrante que, gracias a ella, todas las crónicas recuerdan esta tarde en el Estadio Azteca como el “partido del siglo”. Marcó “Torpedo” Müller para Alemania en el 94, empató Burgnich en el 98, adelantó Riva a Italia en el 104, volvió a empatar Müller en el 110 y puso Rivera el definitivo 4-3 en el 111.

La final era un partido importantísimo, ya que, si ganaba, se proclamaría tricampeona del mundo. Pero Italia hizo tal esfuerzo para imponerse a Alemania, durante 120 minutos a más de 2.000 metros de altitud en el tórrido julio mexicano, que el día de la final los jugadores no podían ni con las botas. Entre eso y que enfrente estaba Brasil, con gente como Jairzinho, Gérson, Tostão, Rivelino o incluso Pelé en sus filas, cualquier esfuerzo se hizo inútil. O Rei abrió el marcador, y aunque Boninsegna llegó a empatar, en el segundo tiempo la Canarinha pasó el rodillo: el 4-1 final dio el título a los americanos, que, como también vencían por tercera vez, se quedaron en propiedad la copa que Jules Rimet mandara diseñar 40 años atrás. Y de paso se pusieron tres estrellitas sobre su escudo, una por cada título, copiando la costumbre que se venía usando en la Serie A italiana desde 1958.

La época de los récords

La década de los ’70 no será recordada por los éxitos de la selección italiana a nivel colectivo, sino por un par de registros individuales muy meritorios. Gigi Riva consiguió dejar su marca de goles con la Nazionale en 35, registro todavía por superarse y que, visto lo visto, durará bastante. Aún más tiene pinta de ir a aguantar la plusmarca del guardameta Dino Zoff, que fue capaz de mantener su portería imbatida durante 1.142 minutos consecutivos, algo que, en selecciones, no tiene parangón. La muralla entre los tres palos permaneció cerrada hasta el mundial de 1974; el honor de abrirla corresponde a Emmanuel Sanon, de la selección de Haití. No hubo nada más digno de recordarse en aquel campeonato, que Italia concluyó tercera en su grupo de la primera fase. Tampoco se vieron camisetas azules en las eurocopas de 1972 y 1976.

En 1978, sin embargo, los tifosi empezaron a ver un atisbo de mejoría. Una nueva generación estaba implantándose, basada en la Juventus varias veces campeona nacional, con una defensa tan sólida como casi siempre, un centro del campo mucho más creativo que de costumbre y una punta de ataque muy eficaz, comandada por Paolo Rossi. El equipo jugaba bien, incluso divertía, pero carecía de regularidad: lo mismo derrotaba a la anfitriona Argentina que no pasaba del empate con Alemania o caía derrotada contra Holanda. Aun así, alcanzó un notable cuarto puesto que, viniendo de las miserias que se venían arrastrando, supo a gloria.

La Eurocopa de 1980 se jugó en casa, con un cambio de formato: ocho equipos en lugar de cuatro, que se dividían en dos grupos, cuyos correspondientes campeones jugarían la final. Italia acababa de demostrar al mundo que había vuelto, así que se presentaba muy confiada, preparándose a conciencia en los meses previos… pero el Totonero, uno de tantos escándalos que sacuden al fútbol trasalpino cada cierto tiempo, lo puso todo patas arriba. Se descubrió que algunos clubes y algunos jugadores (entre ellos Rossi) estaban implicados en amaños de partidos relacionados con apuestas ilegales. Las sanciones fueron ejemplares, mandando por ejemplo a todo un Milan a Serie B y sancionando a Rossi dos años sin jugar. La selección, naturalmente, se vio afectada: con un clima enrarecido, no lo hizo del todo mal, pero no fue capaz de pasar del segundo puesto en su grupo.

La gloria de Bearzot

Rossi volvió a jugar en marzo de 1982, por lo que le dio tiempo no sólo a ganar una nueva Liga con la Juventus, sino a entrar en la selección que viajó a España a participar en el mundial de Naranjito. El seleccionador, Enzo Bearzot, recibió todo tipo de críticas por el estilo de juego de la Azzurra, considerado demasiado defensivo por los principales medios de comunicación, así como por la irregular trayectoria en la fase de clasificación (que alternó victorias fáciles con derrotas ridículas) y por la no convocatoria de jugadores de primer nivel, como el romanista Pruzzo. En la fase de grupos, pese a jugar contra rivales teóricamente inferiores como Polonia, Perú y Camerún, los italianos fueron incapaces de ganar un solo partido, empatando los tres y clasificándose sólo gracias a la mejor diferencia de goles.

La segunda fase parecía mucho más complicada: tocaba enfrentarse a Argentina, vigente campeona, y al brillantísimo Brasil que muchos consideraban a la altura del campeón del ’70. Y sin embargo, Italia sacó fuerzas para derrotar a ambos rivales. Especialmente memorable fue el cruce contra los sudamericanos, en Sarriá, en el que Bearzot planteó un esquema muy defensivo, al contraataque, con el que la Azzurra logró frenar el juego de toque y magia de Zico, Sócrates y Falcão; un inspiradísimo Rossi marcó tres tantos que enviaron a Italia de cabeza a semifinales.

Allí esperaba de nuevo Polonia, a la que, esta vez sí, se pudo vencer sin excesivos problemas (2-0, de Rossi ambos). Y en la final, otro gallo, o más bien águila: Alemania Occidental. Ambos se jugaban no sólo el título mundial, sino la posibilidad de ganar su tercera estrella y empatar a Brasil. Pero los alemanes habían sudado tinta para acabar con Francia en semifinales, teniendo que recurrir incluso a los penaltis, y notaron el agotamiento. Con un Bernabéu a rebosar, Italia dio toda una exhibición, liderada de nuevo por Rossi, y con los posteriores goles de Tardelli y Altobelli cerró el tanteo con un 3-1 que Breitner sólo pudo maquillar. A sus venerables 40 años, Dino Zoff tuvo el privilegio de retirarse del fútbol levantando la copa de campeón, en la que, hasta ahora, es la única victoria de una selección italiana sin nacionalizados.

Italia se presentó a la cita, pero la diosa Fortuna le dio plantónTras el subidón, la caída fue durísima. Bearzot cometió el mismo error que sus antecesores y no renovó un equipo que había ganado, pero que con el paso del tiempo no podía rendir al mismo nivel. Así, Italia no fue capaz de clasificarse para la Eurocopa de 1984 y tampoco hizo un papel digno en el mundial de México 1986, donde no pasó de octavos de final. Ocupó a continuación el banquillo Azeglio Vicini, hasta ese momento seleccionador de la Sub 21, quien se decidió a dar oportunidades a jovenzuelos como Zenga, Maldini (hijo), Donadoni, Vialli, Mancini o Roberto Baggio.

Los resultados no se hicieron esperar. Italia se clasificó sin dificultad alguna para la Eurocopa de Alemania 1988 y, aun yendo con un equipo muy inexperto, se las apañó para meterse en semifinales, por delante de España (finalista en el 84) y de Dinamarca (semifinalista). La aventura acabó en Stuttgart, vencidos por la Unión Soviética, pero el buen juego desplegado valió la admiración de todo el continente.

La década de la decepción

Suele decirse que la suerte, en realidad, hay que buscarla; que no basta con que los planetas se alineen, sino que hay que ser capaz de llegar al lugar adecuado para poder aprovechar la oportunidad. Italia se presentó en repetidas ocasiones a la cita durante los años ’90, pero la diosa Fortuna le dio plantón. La primera vez fue, además, especialmente dolorosa, ya que ocurrió ante los ojos de su gente, en el mundial de 1990. Los ya no tan jóvenes de Vicini superaron con facilidad la fase de grupos, vencieron a Uruguay en octavos y se deshicieron, no sin apuros, de la sorprendente Irlanda en cuartos, todo ello sin conceder un solo gol.

Pero en semifinales esperaba la Argentina de Maradona, y además se jugaba en Nápoles. Con un ambiente un tanto enrarecido, en que buena parte del público apoyaba a la albiceleste, el tiempo reglamentario acabó con 1-1. La prórroga no cambió la situación, y la tanda de penaltis vio a Donadoni y Serena fallar sus lanzamientos y desaprovechar la posibilidad de la quinta final. Al menos quedó el consuelo de derrotar a Inglaterra en el partido por el tercer y cuarto puesto.

El fallido intento de clasificación para la Eurocopa de 1992, el último torneo al que Italia ha faltado, trajo al banquillo a Arrigo Sacchi, quien venía de hacer inmensamente grande al Milan. El técnico se las apañó para cambiar completamente la mentalidad de los jugadores, que pasaron de defender como perros de presa a marcar en zona. El experimento fue razonablemente bien: logró el billete para Estados Unidos 1994 y, aunque estuvo a punto de caer en la fase de grupos (pasó como tercer clasificado), el conjunto italiano fue avanzando rondas, superando siempre por 1-2 a Nigeria, España (aquel fallo de Julio Salinas… aquella nariz rota de Luis Enrique…) y Bulgaria, hasta plantarse en el partido definitivo, doce años después.

La de 1994 quedará en los anales como una de las finales de Copa del Mundo más aburridas de todos los tiempos. Y eso que enfrente estaba Brasil, con Dunga, Mazinho, Romário y Bebeto. No se movió el marcador en 120 minutos, entre tiempo reglamentario y prórroga. Tocaba jugarse a los penaltis quién sería la primera selección que alcanzara la cuarta estrella. Desde Río hasta São Paulo, desde Acre hasta Pernambuco, desde Roraima hasta el Río Grande, todo Brasil estalló de alegría cuando Roberto Baggio mandó a las nubes el quinto lanzamiento.

La Eurocopa de 1996, en la que no se superó la fase de grupos, mandó a su casa a Sacchi, y en el mundial de 1998 se volvió a caer en los penaltis, esta vez en cuartos de final, ante la anfitriona Francia. Con Dino Zoff en el banquillo llegó otro momento de esplendor: la Eurocopa de 2000, repartida entre Bélgica y Países Bajos. El antiguo portero consiguió que su selección, renovada con los Totti, Del Piero, Cannavaro y compañía, contara sus partidos por victorias hasta semifinales. Allí Italia se vio las caras con otra tanda de penaltis, pero esta vez fue capaz de salir airosa del duelo contra la Naranja Mecánica.

En la final esperaba Francia, en un guiño del destino para resarcirse de lo ocurrido dos años antes. Esta vez la mala suerte se encarnó en una forma distinta. Italia se adelantó por medio de Delvecchio, pero cuando se veía levantando el título, cuatro minutos por encima del 90, Wiltord puso el empate que mandaba a la prórroga. Allí, por primera y única vez en la historia, un torneo se decidió por la regla del Gol de Oro: el que marcó David Trezeguet para aplazar unos cuantos años el sueño del triunfo.

Por fin, la cuarta

La venganza estuvo rumiándose en el corazón de cada italiano durante seis largos años. Poco importó que en el mundial de 2002 la otra Corea, la del Sur, echara a la Azzurra en octavos de final con posible complicidad del árbitro. Tampoco fue demasiado grave que, en la Eurocopa de Portugal 2004, la diferencia de goles impidiera pasar de la fase de grupos. No se trataba solamente de ganar. Italia reclamaba vendetta. Tenía que ser contra Francia.

El gran momento llegó en el mundial de 2006, en Alemania. De nuevo, la situación no parecía ser la más adecuada: otro escándalo de fraudes arbitrales, el Calciopoli, envió a Serie B a la todopoderosa Juventus y le retiró los dos scudetti que acababa de ganar. El club turinés era, casi como de costumbre, la base de la selección, y el equipo al que el seleccionador Marcello Lippi había entrenado durante casi una década.

Aquella noche berlinesa pasará a la historia por hacer crecer la figura de MaterazziItalia, una vez más, sacó fuerzas de flaqueza, se apoyó en los reflejos felinos de Buffon, en la solvencia de Cannavaro y de un sorprendente Materazzi, en la profundidad de Grosso, en la magia de Pirlo, Totti y Del Piero, en el olfato goleador de Iaquinta, Gilardino, Inzaghi y Toni, para ir, poco a poco, sin alardes pero sin fisuras, superando la fase de grupos y avanzando rondas eliminatorias hasta plantarse en semifinales. Allí, una vez más, se encontró con la anfitriona, Alemania, que venía jugando bien y gozaba del empuje de su público. Los azzurri fueron capaces de frenar las embestidas de Klose y compañía, aguantar hasta la prórroga, y ahí, al borde de la tanda de penaltis, marcar dos goles en tres minutos mágicos que le dieron el pase a la final. Más de un cardiólogo tuvo que hacer horas extras después del soberbio tanto de Grosso en el 119’.

Y en la final, el enemigo más odiado: la Francia de Zidane. Fue éste un partido que se recuerda por muchas cosas, como es normal en un acontecimiento de esta clase, pero sobre todo aquella noche berlinesa pasará a la historia por hacer crecer mucho más arriba de su 1,93 habitual la figura de Marco Materazzi. El central interista, con el 23 a la espalda, mandó al fondo de la red el balón del provisional empate a 1 con un soberbio cabezazo, recibió en forma de cornada en el pecho el último de tantos borrones con que Zidane ensuciaba su brillante carrera, y además, marcara uno de los penaltis de la tanda que, esta vez sí, sonrió a los trasalpinos. Fue esta una victoria un tanto extraña, ya que en los días (e incluso meses) siguientes se hablaba más de la roja al astro francés que del cuarto título. Pero el Scudetto en el pecho italiano ahí sigue, adornado con cuatro estrellas.

España, el nuevo enemigo

En los últimos tiempos, Italia se las ha apañado para buscarse un rival nuevo. Se trata de la Roja, creada por Luis Aragonés y refinada por Vicente del Bosque, que se las ha apañado para ganar dos Eurocopas y un Mundial en apenas cuatro años. En los dos torneos continentales los caminos de las dos penínsulas se cruzaron; en 2008, en cuartos de final, pasó España por penaltis, suerte que, si de la FIGC dependiera, se habría eliminado ya del reglamento. En 2012, con la Copa en juego, la victoria española fue contundente e inapelable, aunque bastante hizo Italia con llegar a la final en un torneo en el que hubo de recuperar hasta a Cassano. El mundial de 2010, en el que quedó última en la fase de grupos, permítannos pasarlo por alto.

Italia acude a la Confederaciones 2013 como subcampeona de Europa con un equipo, una vez más, renovado: de la vieja guardia apenas quedan Buffon, Pirlo, Gilardino y De Rossi. El peso del equipo, presumiblemente, lo llevarán los Balotelli, El Shaarawy, Candreva y compañía. Su camino, además, es a priori el difícil: en su grupo se enfrenta a Brasil, el anfitrión, y a piedras en el zapato de la talla de México y Japón. Va a tener difícil llegar a la ronda definitiva, pero no le van a faltar ganas de alzarse con un título del que todavía carece, así que nadie dude de que los italianos se van a mostrar muy competitivos. Y en esto de competir, como demuestra la historia, son auténticos maestros.

Fotos:

- Celebración del primer título mundial de Italia, en 1934 (Wikimedia Commons).
- Gigi Riva, máximo goleador de la historia de la Selección (RaiSport).
- Roberto Baggio lanzó demasiado alto el penalti definitivo en la final del mundial de 1994 (Hispavista).
- Materazzi recibiendo el violento cabezazo de Zidane que marcó la final del mundial de 2006 (P.Schols/AFP/Getty).

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Sobre el autor
Luis Tejo Machuca
Mi mamá me enseñó a leer y escribir; a cambio yo le di mi título de Comunicación Audiovisual de la URJC para que lo colgara en el salón, que dice que queda bonito. Redactor todoterreno, tirando un poco más para lo lo futbolero, sobre todo de Italia y alrededores. Locutor de radio (y de lo que caiga) y hasta fotógrafo en los ratos libres. Menottista, pero moderado, porque como dijo Biagini, las finales no se merecen. Se ganan.