El Burnley vuelve a la élite. Vuelve a codearse con los grandes. Siempre y cuando uno piense que los clarets son un equipo pequeño. Es cierto, ahora lo son. Ninguneados en las últimas décadas, los de Sean Dyche se plantarán en los verdes más cuidados de Europa para pelear un puesto entre los mejores. Hace dos siglos, que se dice pronto, los pequeños de hoy eran los grandes de entonces, y los grandes aún no eran pequeños porque ni siquiera habían nacido. El Burnley fue uno de los doce padres de la Football League y ahora, siendo ya abuelo, recuerda con nostalgia los albores del deporte rey en Inglaterra, cuando era un gran campeador.

La localidad homónima era, es y será un reducto industrial de no más de 80.000 habitantes que trabajan a destajo en las fábricas colindantes. Además de ser la población más pequeña con representante en la máxima categoría del fútbol inglés, cuenta con una afición entregada a la causa, sufridora de ascensos y descensos, y, sobre todo, fiel a los colores purpúreos que lucen sus jugadores en la camisola, algunos de ellos ilustres, como el Príncipe Carlos, se han dejado mimar por la humildad de sus gentes, por su fútbol de segunda y por las acogedoras gradas de Turf Moor.

El radiante fútbol joven se hace viejo y pide una pensión muy alta

Nadie dijo nunca que crear un equipo de la nada fuera sencillo. En el siglo XXI está muy de moda encontrar un inversor que te provea de algunos milloncejos y tú, pobre hombre, crees una institución de la nada. Porque el fútbol es cosa de dinero, y ni el inversor tiene la culpa, ni tampoco el que con ilusión quiere formar un equipo. Pero así es, sin dinero hoy no vas a ningún sitio. En 1882, cuando la Primera Revolución Industrial daba sus últimos coletazos, el proletario tenía sueños y metas sencillas, nada que no pudiera conseguir porque no conocía la utopía que supondría vivir en el 2014, cuando el sueño de un chaval mediocre es conducir un Ferrari acompañado de dos mujeres con buen busto y pocas neuronas. A principios del siglo XX, el chaval mediocre soñaba con llegar a ser jugador de aquel deporte que estaba tan en boga, y ya de tener un coche, que fuera un Aston Martin de los que atornillaba su padre de sol a sol. El ambiente era distinto, así como la concepción del fútbol.

Entra usted, hombre de negocios, con su americana impoluta y su camisa de seda natural en una taberna de Burnley, a la hora del almuerzo, cuando los vigorosos obreros pausan por un momento su empresa y salen disparados a tomar rica malta al sonido de una ensordecedora bocina. El hombre de camisa de tirantes y sudor bailando por los pelillos del brazo le mira, escrutándole como si acabara de salir de la prisión. Usted también le mira, y en un perfecto inglés pregunta por algún inversor que le proporcione cien millones de nada para comenzar con su proyecto de equipo de fútbol. Todos ríen, toman un trago, asen al melindroso por los hombros y le echan por la puerta de atrás, mancillando su traje nuevo con las conchas de bígaros al vapor que se amontonan en ese callejón, morada de gatos y beodos.

Pues hombre, que esperaba, ¿un Peter Lim tras la barra? En esa época de florecimiento todo iba lento, pero llegaba a los corazones, colmando cada casa de ilusión porque el hijo de Sadie, la panadera, había marcado tres al Preston, y Marcus, el bedel, había dado cinco asistencias para que el Burnley se llevara la primera victoria de su incipiente historia. Así empezaba la cosa, desde abajo, para acabar llegando hasta lo más alto.

Doce equipos sin piedad

Fue ese, el Burnley, el que jugaba en campos alquilados y en vergeles cercanos, quien junto a otros once, entre los que estaban los vecinos del Blackburn Rovers, decidieron formar una competición seria. Fue cuando esa coalición de doce equipos humildes de ideas brillantes, destronó al rugby de sus aposentos y se sentó nervioso ante la población inglesa para decir, al principio con temor, que la fiesta del fútbol pasional inglés no había hecho más que comenzar.

Los primeros años fueron duros, se ganaba más que se perdía. Los clarets se hacían con el título para que poco después desembocaran en la Premiership. Entre ascensos, descensos y eventualidades propias de amateurs en una liga de amateurs, la necesidad de acompañar el nombre con un escudo era patente. Todos necesitaban una insignia que les diferenciara, que fuera el distintivo más candente de una ciudad y de otra, para que aficiones de una misma zona no se mezclaran, o que una región diera a conocer con dibujillos la historia que guardaba detrás, porque la futbolística aún era tan corta que no servía ni para rellenar una hoja de papel.

El espejo de un condado

Esa es la historia que nos concierne, la heráldica del escudo inglés que tan poco ha cambiado a lo largo de las décadas, ¡qué digo décadas!, ¡de los siglos!. Remaches y puntillas los han ido cambiando levemente, pero su esencia sigue ahí, rezando un rosario de batallitas que llevan polvorientas desde que se creó el equipo de turno, y que poca gente gusta de desempolvar. No es difícil. Sintonizar nuestro hemisferio detectivesco, relacionar acontecimientos, puntos geográficos y éxitos, para que la suma de todos los factores dé como resultado una amalgama de símbolos, a priori al azar, que una vez encuadrados en su tiempo y en su espacio, nos hacen entender el porqué de los piques entre el equipillo de la aldea más remota del norte con el que hoy ha acabado siendo un equipazo con seguidores fuera de la isla.

El del Burnley siempre fue el mismo, hasta hace un par de años, cuando debido al centenario, se decidió cambiar por uno mucho más seco, sin ese aire de caballeresco linaje como el que portaba, que siendo muy barroco, bien podía presidir el ceremonioso salón de sus bisabuelos, o dando la bienvenida a los turistas de una bodega de buenos burdeos. En la época todos eran así. Recargados, con talante y galantería. Coleccionables. Los que más se conocen han ido cambiando, remasterizándose y coordinando el diseño del escudo con los cánones estéticos de cada momento. Los grandes lo han maquillado tanto que el original queda en el recuerdo de los melancólicos, pero los pequeños de ahora, los que pululan discretamente por los laberintos de Segunda, Tercera y Cuarta han sufrido cambios imperceptibles, guardando el perfume anciano que dejan los cucos estadios de las más bajas categorías inglesas

Este es un caso sumamente curioso. Desde 1882 hasta hace unos veranos, su estandarte de guerra ha sido exactamente el mismo. Con el reciente cambio, el logo se simplificó para que a las empresas de edición no las fuera tan complicado confeccionarlo. El cambio es significativo, muy sobrio, muy del siglo XXI, aunque si nos paramos a observar detenidamente como si esta simpleza se tratara de la Mona Lisa, veremos que el antiguo y el nuevo tienen elementos comunes, siendo el diseño radicalmente distinto.

El viejo, una mera copia

Así es, el viejo no era más que la copia, casi idéntica, del blasón oficial de Burnley County Borough. Hablar de uno y hablar de otro resulta casi sinónimo, aunque ya que el tema va de fútbol, hablemos de la bonita copia. Ahí lo tienen, recargadote. De no haberlo visto antes, no se percatarían ustedes si se lo enseño estampado en el jersey oficial de un pupilo rubio y granoso. Es de college, es muy, muy inglés.

Empecemos por la abeja. Este animalillo tradicionalmente se ha asociado con el trabajo. La metodología de las abejas es impresionante. Su jerarquía, comparable a la del capitalismo. Obreros, reinas y zánganos. Cada uno con su función. El panal se llama Burnley y sus pobladores son las abejas obreras. Desde hace siglos, la pequeña localidad del este de Lancashire se ha dedicado a la producción y recolección de algodón, llegando a altas cotas de exportación durante la Primera y Segunda Revolución Industrial, cuando Inglaterra vivía su momento más boyante. Pero Burnley siempre fue eso, una ciudad donde se va a trabajar, y no le pidan más. Rodeada de bosques mágicos donde proliferan las leyendas de trasgos, de antiguos palacetes que ahora descansan atenazados por la maleza que crece en los aledaños y por industrias, también antiguas, castigadas por el paso del tiempo, de las que solo un puñado han conseguido adaptarse a los nuevos aires.

El estilo caballeresco de la zona también queda plasmado en ese escudo que ha perdurado durante casi dos centurias. El yelmo. El amigo más fiel de la familia heráldica. Un yelmo de plata coronado por un lambrequín verde que sostiene la figura de una mano con la palma abierta, que funciona como cimera de la composición. En heráldica hay una amplia gama de manos, esta en concreto, mostrando el envés, es señal inequívoca de generosidad. Descalifiquen mi cuento sobre el hombre primoroso que acababa en la trasera de una taberna. Eso en Burnley no se da.

A los lados de la abeja y el yelmo, reposan dos leones rampantes que sujetan toda la maquinaria del blasón. Los leones no tienen otra significación que la bravura, la fuerza, la altivez y la mordiente del equipo. Quizá lo más interesante es lo que estos llevan en sus garras.

Las rosas. Más conocido que el del Burnley es el escudo del Blackburn Rovers, un clásico del fútbol inglés. El suyo es muy simple, un redondel que alberga en su centro una amplia rosa roja que en heráldica suele relacionarse con la osadía, la terquedad, y la tenacidad para alcanzar un objetivo, que solía ser la victoria bélica. En el fútbol también existe ese componente belicista, al que tanto acuden los periodistas para narrar un encuentro, pero en este caso, el este de Lancashire se cita con la historia, la historia de una guerra, sí, pero no representando el arrojo que los involucrados muestran. Algo mucho más personal.

La guerra de las dos rosas. Remontándonos al 1455 aproximadamente, las dos casas valedoras del trono se enfrentaban por orquestar el Reino Unido. Lancaster y York. Los primeros llevaban la rosa roja como distintivo nobiliario, mientras que los últimos, atesoraban la blanca. En un principio, el rojo se impuso al blanco, pero el duque de York fue entronizado inesperadamente poco después de que su padre fuera baja en el arduo terreno de “juego”, por poner un símil menos cruento a una batalla de sagas familiares.

Guerra de las dos rosas
Guerra de las dos rosas.

Enrique Tudor fue elegido por los Lancaster para llevar a cabo la ofensiva y devolver a la familia el prestigio perdido tras la derrota en la Guerra de los Cien Años. Con la muerte de Ricardo III, una nueva dinastía nace en la maltrecha Inglaterra: los Tudor. No, los de las pilas no. El tal Enrique será Enrique VII, que se casará con una York, Isabel de York, fusionando así las dos familias enfrentadas que sustantivarán su sangre en las venas de Enrique VIII, el hijo de ambos, y rey más conocido y condecorado de toda Inglaterra. Las rosas también se fundieron. El rojo pasión y el atildado blanco dejaron camino a un rosa pálido, emblema definitivo de la dinastía Tudor, mezcla jamón de Lancaster y mezcla jamón de York.

El Burnley y el Blackburn han dejado en su escudo esa marca, ese distintivo geográfico e histórico que les enclava en el tiempo y en el espacio, la rosa roja de la dinastía Lancaster que ha sido santo y seña de estos dos históricos, en contraposición de Preston o Blackpool, que nunca la llevaron en sus emblemas, pese a que el condado, Lancashire, lo porta como único elemento representativo en su bandera. Por último, la divisa rezaba: “Burnley Football Club”, para que aquello no fuera un blasón heráldico más, sino que representara a un Club en concreto, el Burnley.

El nuevo, otra mera copia

Como puede verse, el nuevo ha cambiado. Ya no hay tenantes, los dos leones desaparecen. Ahora todo queda englobado bajo un mismo trazo, sin nada al azar. El fondo azul rodea otro escudo, que guarda en su seno un único león rampante. Tanto el interior como el exterior, por designarlos de alguna forma, tienen el estilo de escudo inglés. Sobre el animal, duerme la mano abierta y dos abejas situadas a los lados. Hasta aquí poco ha cambiado. Eso sí, hay dos elementos del cuadro que se escapan a mi conocimiento. Los dos rombos y la escalinata cárdena. Los rombos en heráldica tradicional representan una figura femenina, las damiselas, pero se precisa dibujarlos para obtener el contorno de ese escudo, que de ser así, tendría la forma comúnmente denominada ‘de damisela’, en vez de estilo inglés, pero dentro de la composición no sé darles un porqué concreto más que el simple sentido ornamental. Mientras, la escalerilla informe de color burdeos guarda relación con el color oficial del Burnley, el claret.

Se preguntarán que porqué éste también resulta ser una copia. Pues bien, el nuevo vuelve a reflejar el escudo Burnley County Borough, con más exactitud si cabe que el antiguo. De hecho, se deshace de elementos de su predecesor para heredar partes del oficial, que data de 1862, 20 años antes de la fundación del Club.

La zona de mayor importancia, que es donde reside la duda, es exactamente igual. Únicamente, el morado deja paso al rojo y el negro de los misteriosos rombos se torna en marrón café, sobresaliendo visualmente sobre un fondo más claro. En el timbre del escudo ya no existe el yelmo, esa pincelada épica de linaje caballeresco desaparece en éste. Los lambrequines en el nuevo tampoco tienen cabida, mientras que, dando la vuelta otra vez a la tortilla, incorpora un motivo iconográfico más, la cigüeña a modo de cimera.

Burnley
Burnley County Borough. (Fuente: ngw.nl)

Más que su significado, que viene a ser de agradecimiento o piedad y aparece en los apellidos más comunes de España; lo relevante es lo que lleva en su pico y en una de sus patas. La piedra que sujeta representa el trabajo humano, y la planta del algodón en su pico nos retrotrae a los años de esplendor de esta ciudad obrera, exportadora de algodón mundial cuando aún las explotaciones americanas estaban en ciernes. Una bonita retrospectiva de la historia más memorable de Burnley como pueblo agrícola e industrial por excelencia de Lancashire.

La gran duda: Pretiumque et causa laboris

Para terminar, el lema también es un espejo del escudo primigenio de la ciudad. En vez del socarrón ‘Burnley Football Club’, una frase de Ovidio cierra la presentación pictórica: “Pretiumque et causa laboris”.

Sin lugar a dudas, Inglaterra es la que cuenta con los escudos más enigmáticos de toda Europa. Búhos, zorros, dragones, barcos, marineros, camellos, florecillas… ¡y hasta una cabra! El archipiélago entero, contando con los vecinos malhumorados de Irlanda, Gales y Escocia, es un crisol de culturas y de magníficas creencias que han sabido asentarse sin demasiadas peleas para que Gran Bretaña sea un conglomerado de pincel y brocha propia, aunque sus moradores hayan procedido de los lugares más recónditos que puedan imaginar.

Algo así ocurre con los escudos de su fútbol. Sus elementos se anastomosan para dar un todo realmente curioso y variado, que no deja indiferente a nadie. Supongo que en muchos, la parte de fantasía supera a la de realidad. El Pretiumque et causa laboris es el ejemplo perfecto de esa doble faceta, en parte invención, en parte realidad.

Su procedencia más cercana es la del escudo de Burnley, que utiliza como lema o divisa esa frasecilla en latín. A su vez, ellos lo tomaron de La Metamorfosis de Ovidio. ¿Razón? Desconocida. Por eso, al lector hay que plantearle ese interrogante. Puede parecer una duda nimia, sin carácter ni fundamento, pero ahí está, y las dudas están hechas para resolverse, pero, de momento, no encuentro respuesta racional que conecte a ese libro clásico con una ciudad obrera de pro.

Precio y causa de su trabajo, escribía Ovidio años después de que la cristiandad oyera el pistoletazo de salida para contar el tiempo. Hace alrededor de 2014 años se puso manos a la obra con su texto histórico, sin saber que un equipo de la lejana e inexplorada Inglaterra le parafrasearía. Hagan el favor de leer un poco La Metamorfosis, el libro IV –no les pido mucho-, intenten leerlo sin pararse demasiado, como están haciendo, con estas líneas. Sin centrarse en la búsqueda de la divisa. Simplemente lean. Lo normal es que hayan pasado de la frasecita, porque, errante, la puso el rumano en medio de la leyenda de Perseo y Andrómeda como quien pone un grano de sal a un filete. Sin mucho cuidado, sin poner atención en donde caía. Porque así de simple como suena, así de simple es.

Algo en lo que no repararías para agenciártelo después como estado del WhatsApp. Se entiende que un You’ll never walk alone (Liverpool), un Superbia in proelia (Manchester City), o un Nil satis nisi optimum (Everton), sean atractivos y motivantes para un Club, pero un Pretiumque et causa laboris, es más atractivo para una cantera de picapedreros... aunque, pensándolo bien, la mínima expresión de laboris (trabajo), pudo calar en los obreros de Burnley. ¿Quién sabe?… díganme mejor ustedes. Pregunta abierta, y espero que resoluble.

Les pongo en situación: "Los litorales el aplauso y el clamor llenaron, y las superiores moradas de los dioses: gozan y a su yerno saludan y auxilio de su casa y su salvador le confiesan Casíope y Cefeo, el padre; liberada de sus cadenas avanza la virgen, precio y causa de su trabajo. Él sus manos vencedoras agua cogiendo lustra, y con la dura arena para no dañar la serpentífera cabeza, mulle la tierra con hojas y, nacidas bajo la superficie, unas ramas tiende, y les impone de la Forcínide Medusa la cabeza". En negrita la tienen. Simple, ¿no? Quizá un acérrimo lector de clásicos romanos que vivía por la zona de Lancashire le gustara, lo propusiera y que esa explicación, por tonta que parezca, fuera la definitiva, o puede que tenga un sentido mucho más oculto, electrizante y sorprendente, una conexión intrínseca que no logro descifrar. Les dejo a ustedes la tarea. Recuerden, Libro IV, Perseo y Andrómeda. Disfruten investigando. Pretiumque et causa laboris.