Pantalón corto, muy corto, no por el acaloramiento, que sin duda crecía en él por milésimas de segundo, sino por la moda deportiva reinante en los años 90. Brazos en jarra como todos; espalda recta, hombros y cabeza firmes como él solo. Rodilla derecha semiflexionada simulando una naturalidad pocas veces natural en esos momentos de tensión extrema. Gesto de concentración, buscando el hieratismo. Impostado. En frente, González, a quien nadie conocía aún y segundos después sería como un amigo -o enemigo- para todos. Figura espigada reducida a menos de la mitad en un escorzo felino. Acuclillado, con movimientos sensibles pero veloces, pie a pie al son del ritmo cardíaco. Como todo guardameta, piensa: esta la paro yo, aquí van a saber lo que valgo.

El penalti para el portero es un acto amoral, enfrentado. Cuando escucha el silbato que lo señala el primer pensamiento que le asalta no es de desgracia para los suyos, sino de fortuna para él. Aunque, como es normal o manda la tácita norma, intente camuflarlo exteriormente mediante fingidos gestos de impotencia o desolación para mimetizarse con sus compañeros. El sentimiento inicial es siempre egoísta, personal, sea cual sea la situación de su equipo, vaya la vida en ello o estén relajados pensando en las prontas tardes soleadas de verano. El portero sabe que un penalti marcado -o no parado- es uno más que no conllevará mayores inconvenientes para él, ya que se le supone la parte débil y a merced del verdugo. Pero tanto como eso, conoce que una pena máxima detenida despertará -o explotará- las emociones de aficionados y compañeros a unos niveles pocas veces experimentados, proyectando esa alegría hacia su persona. Por eso siempre quiere, egocéntrica pero quizá comprensiblemente, tener la posibilidad de enfrentarse a los 11 metros. Ahora imaginemos si el momento da la posibilidad de decidir una Liga, y en el último segundo.

Medio minuto y siete pasos. Un disparo a mitad tanto de la fuerza como de la dirección buscadas. Una intuición, un balón que deja de verse y un gesto de victoria…

Momento clave. (foto:sport)
Momento clave. (foto:sport)

El 14 de mayo de 1994 se jugaba la última jornada de la liga española. El Deportivo de la Coruña entrenado por Arsenio Iglesias, ascendido dos años antes a la máxima categoría, llevaba liderando la clasificación desde la jornada 14, o sea, medio curso. El FC Barcelona de Johan Cruyff, como ya venía siendo habitual con el holandés, llegaba al tramo final de competición disparado, no dejando puntos atrás y encaramado en el segundo puesto.

Aquel Súper Dépor era un equipo imponente, férreo siempre y brillante a rachas. Mauro Silva y Bebeto habían dado el nivel técnico a un conjunto compacto que se formaba desde los cimientos. Defensa de cinco con hombres como Voro, el ex azulgrana López Rekarte o el propio Miroslav Djukic. Internacionales españoles como Donato, Manjarín o Fran, y una idea muy clara del modo de alcanzar el éxito. Por su parte, el FC Barcelona se había clasificado para la que sería su cuarta final de Copa de Europa, y la que esperaba fuera la segunda en sus vitrinas. Venía, asimismo, de vencer al Real Madrid en el Santiago Bernabéu la semana anterior por 0-1, hecho que no había conseguido Cruyff hasta ese momento. Por tanto, exultantes.

El Barça había conseguido estrujar la parte alta venciendo solventemente, aprovechando así los tropiezos recientes del Coruña ante Rayo Vallecano y Lleida, dos equipos que acabarían descendiendo y que arrancaron sendos empates sin goles a los del noroeste español. Un punto los separaba en una Liga en que la victoria aún se pagaba a dos. Al Deportivo únicamente le valía vencer, en Riazor y ante un Valencia de paso. Al FC Barcelona ganarle al Sevilla y rezar.

Fueron dos minutos de espera, de nervios en comunión en el centro del campo. Uno de ellos, gracias a un penalti justo cometido por el también antiguo barcelonista Serer sobre el lateral de los gallegos Nando a más de mil kilómetros de distancia, pareció eterno. Casi tanto como la alegría posterior a él. Pero los componentes del Dream Team ya sabían lo que era eso, casi estaban acostumbrados. Las dos Ligas anteriores, segunda y tercera de las de Cruyff, se habían ganado de similar modo, en la última jornada. Victorias estas sin dudas menos amargas, ya que en lugar de a un equipo medio y laborioso como el Deportivo se las habían arrebatado al máximo rival.

Aquella noche de mayo Bakero hizo el quinto del 5-2 contra el Sevilla de Súker. Una vaselina que, a la postre, sería el último tanto verdaderamente feliz que celebrarían tanto los futbolistas como el entrenador del mejor equipo del momento, ya que de ahí en adelante llegó la Nada.

Lanzó Djukic, paró González y lo festejó con todo el orgullo de un guardameta olvidado que veía tornarse en historia del fútbol

Así, al otro lado de la península Djukic, un central serbio caracterizado por su elegancia con el balón y su calma dirigiendo la zaga, se enfrentaba al momento más importante de su todavía naciente carrera. Le tocaba decidir la competición de la constancia, la del esfuerzo y el tesón a favor de un equipo persistente, comprometido e implicado. No lo eligió, pero sí lo asumió. Donato, el tirador de penaltis había sido sustituido por Alfredo durante el encuentro, y Bebeto, la estrella local que ya había fallado dos, era la tercera opción indicada en la libreta. Entre ellos estaba Djukic -el único del trío con cero errores en su haber- tristemente para él una vez conocido el desenlace.

El serbio colocó el balón y miró fijamente a los ojos de González, arquero suplente de Sempere en el Valencia a quien por azares tocaba sustituir, que contestó a esa mirada sin tapujos, desafiante. Lanzó Djukic, paró González y lo festejó con todo el orgullo de un guardameta olvidado que veía tornarse en historia del fútbol. Los transistores dieron la noticia, que llegó instantánea a las miles de personas que aún se mantenían en el Camp Nou en un partido ya finalizado. Cruyff celebró su último gran baile, el Dream Team se coronó como el mejor equipo barcelonista de todos los tiempo, Núñez estalló en júbilo y los anales vieron reflejarse un nuevo hito: la tercera liga española consecutiva decidida a favor del aspirante en la fecha final. Nunca se supo su nombre, pero el común apellido del portero valencianista quedó unido eternamente, sumándose así al del Club Deportivo Tenerife, al del conjunto de la Ciudad Condal.