Como en un desierto sin oasis, sin premio a la resistencia, se encontraba la esencia del fútbol sala allá por finales de la década de los 80. No existía una rivalidad global que enfrentase a las potencias del deporte en un solo concurso donde vislumbrar el valor de cada escuadra. Sin embargo, hacia 1989 la FIFA decidió organizar el primer campeonato mundial de futsal bajo el hospicio de un anfitrión idóneo: Países Bajos.

Sobre tierras acorazadas por tulipanes se presentaban 16 combinados nacionales exentos de experiencia previa. Sería un bautismo futsalístico para todos los participantes, cada uno con su particular alcurnia que dotaría de singularidad el cómputo del campeonato. Pese a la aparente impericia, ya se atisbaban ligeras pistas que antecedían instantes previos al telón, como si éste adoleciera de transparencia a la luz.

Cuatro grupos dividían la estructura del torneo con varias preferencias en cada encuadre. En el grupo A se citaban el anfitrión junto a Paraguay, Dinamarca y Argelia; el B estaba compuesto por tres de los favoritos al título, Brasil, Hungría y España, además de la débil Arabia Saudí; Bélgica, Argentina, Canadá y Japón se encontraban en el grupo C, y, por último, el D podríamos ver a la revelación del torneo, Estados Unidos, más Italia, Zimbabue y Australia. El desenlace de cada agrupamiento no fue, ni siquiera mínimamente, apabullante.

Países Bajos no tuvo problemas para deshacerse de Argelia y Dinamarca, pero sí que empató con Paraguay. Los sudamericanos, también invictos, derrotaron a los africanos y aseguraron su clasificación con un 2-2 ante los daneses. Sin aparentes problemas, la doble P accedió a la siguiente ronda. No hubo tanta explicitud en el cuadro de brasileños, españoles y húngaros, donde la diferencia de goles primó por encima de los resultados, ya que las tres escuadras finalizaron con dos victorias y una derrota. Inevitablemente, Arabia Saudí perdía las tres batallas (cuatro goles a favor y 27 en contra) con la compañía de España, a quien le faltaron tres goles para continuar su caminata en el primer Mundial. Uno de ellos tenía que caer.

El grupo C quedaría definido desde un principio por la potencia de Bélgica, cuya cualidad no fue el ataque (únicamente ocho goles), pero sí la defensa (un gol encajado) para acoger un botín de tres victorias y líder indiscutible. Le secundó Argentina, clasificada antes del tercer partido; mientras que Canadá y Japón se despidieron del torneo como era presumible. Los europeos sorprendían por su efectividad. Definitivamente, el mayor hallazgo arribaría con Estados Unidos, quien lideró el grupo D con solvencia merced a sus goleadas a Zimbabue (1-5) y, sobre todo, Italia (1-4), lo que llevaría a los transalpinos a ocupar la segunda plaza. Los africanos, junto a Australia (único conjunto de Oceanía), se marcharon a casa.

La segunda fase consistiría en una lucha encarnizada entre dos primeros y dos segundos. Por un lado, los vecinos de Bélgica y Países Bajos se clasificarían para las semifinales en el primer grupo al mismo tiempo que Brasil y Estados Unidos hacían lo propio con las selecciones de Paraguay y Argentina. Dispuestas así las semifinales, belgas y cariocas competirían por un puesto en la final, al igual que lo harían oranjes y norteamericanos en la antesala correspondiente.

El botín de semifinales es casi una joya para cualquier equipo, más en la primera edición de un torneo mundial. No así para la verdeamarella que, presa de la irregularidad, veía cómo el brillo que desprendió en los comienzos del campeonato adquiría un indeseado oropel lentamente. Inicio dubitativo e irresoluta continuidad (avanzó como segunda en la segunda fas) ennegrecían una completa satisfacción en el rostro de los sudamericanos. De hecho, fueron los penaltis los que le permitieron acceder a su primera final mundial después del empate a tres tantos con los belgas. Países Bajos completaría el último partido tras derrotar a los americanos por 1-2 y brindar a su público la única final internacional. 40 partidos después, habría campeón.

Final angustiosa y dilatada, con prórroga incluida a la que se llegaría después de que los tantos de Benatti (Bota de Plata con siete dianas) y Loosveld evitaran una resolución tempranera. Raul, en el minuto 46, acabaría por entregar el cetro mundialista a sus compatriotas gracias al remate definitivo, envuelto en rabia y ambición, que superó a Tom Bakhuis, el arquero europeo. Sobre el parqué de Róterdam no faltaron los que, a la postre, fueron los protagonistas del campeonato, muestra de ello fueron las distinciones a Victor Hermans (Países Bajos) como Balón de Oro y Bota de Bronce, premios innecesarios cuando el dolor de la derrota fluye doloridamente por la dermis.

Se transcribiría de esta manera los primeros renglones de la Copa Mundial, una Brasil que, aun habiéndose permitido dos derrotas y un empate en ocho juegos, se erigió como la máxima goleadora del trofeo (33 goles; 4’1 gpp) y auténtica dominadora, cuyo manto inexpugnable se extendería once años más, justo el momento en el que España evitaría el cuarto Mundial carioca. Pero, hasta entonces, el brillo ya venció en la pelea al oropel.

Clasificación final:
-Campeón: Brasil.
-Subcampeón: Países Bajos.
-Tercer lugar: Estados Unidos.
-Cuarto lugar: Bélgica.