La rivalidad es parte fundamental del éxito de este hermoso deporte. Desde muy niño, aprendí a celebrar los triunfos de mi Puebla y enaltecer sus victorias. Y un día, a los 10 años, también comprendí que, cuando Puebla perdía, era mi deber aguantar las burlas.

El rival más cercano que yo tenía (y con el que convivía a diario), era mi hermano. Él prefirió irse por la fácil y adoptar los colores del equipo más publicitado en esos momentos. Éramos rivales siempre que Puebla enfrentaba al América. Sobre todo aquel viernes terminada la escuela.

Cuando era niño, en la primaria, los viernes por la tarde me generaban muchas expectativas. Pensaba en todo lo que haría dos días consecutivos fuera de la escuela. Me imaginaba jugando a la pelota con los vecinos del barrio. Visualizaba mis tardes viendo la tele… Eran infinitas las posibilidades del fin de semana. Pero ese viernes era muy distinto a los demás.  Y aunque siempre quería escuchar la campana y esperar a que la maestra se apiadara de nosotros para poder irme lo antes posible a casa, ese viernes lo quería hacer mucho más.

Fuera de la escuela, como de costumbre, el abuelo nos esperaba a mi hermano y a mí. Nunca importó lo cansado que estuviera. Siempre fue por nosotros para acompañarnos a casa. Su paso era lento. Constante… pero lento. Por más rápido que yo quisiera ir, era imposible. Las ansias que generaba ese Puebla contra América donde se jugaba el pase a semifinal, hizo que el camino fuera eterno. Sí, un viernes al medio día saliendo de la escuela. Jamás me cuestioné por qué habían escogido ese día y hora para el juego de vuelta. Al final, lo importante era ver el juego.

Una vez en casa, encendí la tele, cambié todos los canales posibles y busqué por todos lados… Simplemente, el partido no estaba. Ese juego tan importante, fue restringido por alguna razón. Mi hermano y yo nos quedamos viendo de frente con un poco de tristeza. Nos resignamos a seguir el partido por radio.

Yo ya estaba acostumbrado a seguir los partidos de local de La Franja desde un pequeño radio en mi cuarto. No me sería difícil seguir uno más. Incuso era divertido imaginar las jugadas. Aunque jamás pensé que justo ese encuentro tendría que ser seguido así.

Justo cuando sintonizamos la estación, Luis García anotó el empate para el rival. A partir de ahí, el partido se vino abajo y Puebla fue eliminado. Aún recuerdo que el narrador cantó un gol de La Franja casi terminando el partido. Terminé de rodillas en el piso gritando la anotación, pero un fuera de lugar invalidó el gol. Todo salía mal y, obviamente, mi hermano, sentado a mi lado, se burlaba de lo que sucedía. El triunfo lo tenía él, era su momento. Los Camoteros habían sido eliminados por el odiado rival y mi odiado rival directo (deportivamente hablando) no paraba de festejar que su equipo avanzaba en la liguilla.

Ese partido en particular me hizo llorar mucho y quería desquitarme de alguna forma para sacar mi frustración. Justificándome en mis diez años, puedo decir que aún no era consciente de mis actos en plenitud. Y mi mamá al verme, viendo mis lágrimas y mi coraje hacia mi hermano, me castigó y me dejó sin fútbol el resto de la temporada.

Al final no fue gran castigo porque la liguilla estaba por concluir y Puebla había quedado eliminado. Pero tuve una penitencia al haber llorado por un resultado de La Franja. Tenía que aprender que la pasión no se puede desbordar y menos convertirla en violencia. Y entendí que cuando concluye un partido, la vida sigue. No importa cuánto quieras a tu equipo y aun con el rival de frente, debes respetar. Tan válida es mi pasión como la de él. Simplemente, es un partido de fútbol.

El castigo de mamá me sirvió para que aprendiera a respetar a los demás, A mis diez años, entendí que, salvo la violencia, todo se vale para hacer enojar al rival. Eso sí, el llanto de alegría y tristeza por La Franja, estoy seguro… Será para toda la vida.