¿A qué saben la fe y la esperanza?, ¿a qué saben la ilusión y la alegría?, ¿a qué saben los anhelos de ver el triunfo de alguien que ya olvidó cómo lograrlo?

El dulce sabor se ha borrado, se ha olvidado. Una fecha de caducidad vino a eliminar el aroma de décadas de esas gratas caricias al paladar. Ahora empiezan a pudrirse.

El inicio de este torneo ha confundido a la afición, le creó falsas esperanzas que hoy lo aterrizan tras un pre-sueño confuso.

No era el partido más alentador, no era el rival más a modo, pero tampoco se hablaba de una exigencia mayor. Se intentó, se trabajó, pero se agotaron las ideas.

Sí, una vez más no alcanzaron las ideas, como ocurrió en el primer juego, como ocurrió en el segundo, como ocurre con todos los aficionados que tienen pensado hacer, decir o reclamar algo, pero se quedan en blanco, atónitos por la tristeza, el coraje y la desilusión.

Casi al final del encuentro, con una derrota más a punto de consumarse, los párpados empezaban a pesar, la vista comenzaba a nublarse. Y no era propiamente por el horario nocturno, era por las lágrimas de desconsuelo que una vez más, sí, por enésima vez consecutiva, se asomaban reclamando su lugar. El sabor del llanto sí ha estado muy presente.

Esas lágrimas saladas comenzaban a frustrar toda esperanza, comenzaban a ahogar las ilusiones. Por nueva jornada consecutiva, Necaxa había navegado en un mar de llanto, en un mar de incertidumbre y en un mar de intentos; sí, pero sin ideas.

Finalmente, la inversión extranjera de días recientes hará mucha falta, ante situaciones como las que se avecinan; pero, primero, habría que buscar una inversión de ideas nuevas y frescas, una inversión que le cambie la cara a esta moneda desgastada, que les devuelva el sabor de la ilusión, y, sobre todo, que le regrese el color a la esperanza de la afición.

Se necesitan goles, se necesita un triunfo, ah, y el equipo necesita un inversionista.