El cielo estaba oscureciendo, no solo por la noche que ya llegaba, sino por las lluvias incesantes que habían caído en el entorno del club, lluvias que vinieron acompañadas de una vasija llena de agua, en la que más de alguno ya se estaba ahogando.

Aferrados a una historia escrita en un papel antiguo, la afición cansada lidiaba con la tormenta, mientras un balón desfallecido se perdía en el camino a la portería. 

El tiempo es corto y la voluntad se acaba; los minutos pedían una señal de vida, luego de los tres primeros pasos que habían terminado en caídas.

El choque se pintó de tonos a rayas, presupuestando un rojiblanco en el campo, mas el ilustre dibujante alcanzó a teñir de negro a la visita. No hubo confusión en los primeros cuarenta y cinco minutos; pero, luego del descanso, se intercambiaron las camisetas y salieron con ideas totalmente opuestas para la segunda mitad.

Los minutos transcurrieron, el grito de gol llegó encumbrado en un rebote inesperado, sí, inesperado por la procedencia que tuvo, inesperado porque brindó una ventaja que hace mucho que no se tenía.

De pronto, los intentos rompieron los cerrojos, el cuadro local logró inquietar a la defensa altiva del equipo que ganaba la partida. Solo que, tras arduos intentos, hubo una puerta que no se pudo traspasar, aquella que ni con el susto de minutos finales pudo perforarse, aquella que fue resguardada por la figura incorruptible de Édgar Hernández, aquella que, solo esta vez, no tuvo llave para abrirse.

Los segundos se desgastaron, la luz se fue extinguiendo, pero, aun con pocas ideas, los tres puntos se acomodaron en la alforja del triunfo. Un gol agónico también llegó para recalcar la figura del presente: sí, todo ha sido agónico; pero, adaptarse al cambio siempre será más fácil tras una victoria.

Los días han sido lluviosos para Necaxa, y, a pesar de que el panorama no cambió mucho (pues el cielo sigue nublado), al menos la situación se iluminó con dos rayos que se asomaron desde San Luis.