“Como no te acabes la comida voy a llamar al hombre del saco”. Frase natural, común, en cualquier casa con niños pequeños. También en Bélgica. Pero igual que el malvado castigador de niños es alguien indefinido en el resto del mundo, en el país centroeuropeo tiene cara y ojos. La tiene desde el 86, cuando este malvado coco se cruzó en el camino de la mejor generación de futbolistas belgas que ha existido hasta la fecha, a un paso de jugar la final de la Copa del Mundo. Los Pfaff, Gerets, Ceulemans, Claesen o Scifo habían logrado lo que nunca antes consiguió ninguna selección belga, ni ha vuelto a conseguir: disputar las semifinales de un Mundial. Desgraciadamente se equivocaron de edición. Fue en el 86, y aquella Copa era coto privado de Diego Armando Maradona.

Los sueños son efímeros. Duran hasta que encuentran la realidad. El sueño belga en el Mundial del 86 se topó con Maradona en el penúltimo escalón. Con un futbolista que era un sueño hecho realidad en sí. Irrepetible. El hombre del saco había llegado para castigar a los traviesos chicos de Guy Thys y dejarles sin final. Algo injusto después del gran torneo que protagonizaron los centroeuropeos, el mejor de su historia. Pero el fútbol no entiende de justicia y aquel gran equipo chocó de frente contra el mejor jugador de la historia, que tenía entre ceja y ceja labrarse gran parte de ese título en aquella Copa del Mundo.

El Diego, la diferencia

Tras superar todas las dudas que le persiguieron antes del torneo, Maradona llegaba a semifinales en su mejor momento. Después de exhibirse en octavos contra Uruguay en octavos y firmar el mejor gol de la historia contra Inglaterra en cuartos, el diez aparecía lleno de confianza y con la convicción de que Argentina podía ser campeona. Bélgica se presentaba en el penúltimo encuentro tras haber derrotado en la tanda de penaltis a España en cuartos, con un bloque sólido en el que brillaban el talento de Scifo y la fortaleza defensiva, representada en el central Eric Gerets y el portero Jean-Marie Pfaff.

Nobles belgas intentando detener al hombre del saco (Foto vía @MaradonaPICS).

Contra Bélgica, Maradona volvió a hacerlo. Por todas partes del campo. Apoyando, pasando, driblando, jugando. Omnipresente. Su estado de gracia le hacía imparable para unos defensas demasiado humanos que no podían más que seguir con la mirada la estela divina que dejaba a su paso. Desde la óptica belga, era un monstruo maldito. Un diablo que pretendía sepultar las aspiraciones de su noble selección. El hombre del saco que se lleva a los niños.

En la primera parte, los Diablos Rojos solventaron muy bien la papeleta. Un tirazo de Maradona desde muy lejos a punto estuvo de sorprender a Pfaff, que dejó muerta la pelota para que Valdano marcase con la mano. Gol anulado por el árbitro. Un duelo igualado, en el que Argentina sobresalía gracias a su pequeño genio, pero en el que la balanza podía decantarse hacia cualquier lado. El paso de los minutos favorecía a los europeos, cada vez mejor plantados, más seguros más optimistas. Cada minuto con Maradona lejos de su área era una victoria.

Segunda parte: empieza el recital

Bélgica estaba aguantando bien. Los de Thys volvieron de los vestuarios dispuestos seguir así y a esperar su oportunidad para coger desprevenida a la defensa albiceleste. La primera parte se había desarrollado sin demasiados contratiempos y la posibilidad de jugar por primera vez una final de la Copa del Mundo era real. No pudo ser. El hombre del saco y sus secuaces tenían planes perversos para el segundo tiempo. Pronto, muy pronto se plasmaron. Burruchaga filtró un balón interior para Maradona, que le ganó la carrera a dos defensas y con un toque sutil de la mano de cirujano que tenía en su bota izquierda, puso la pelota por encima de la salida Pfaff. 1-0. Minuto 51.

Argentina estaba firmando su mejor partido como equipo en el Mundial. Y además tenía a Maradona. Tan solo pasaron 12 minutos para que volviera a aparecer. Controló de Cuciuffo en la línea de tres cuartos, encaró a toda la defensa belga y se escurrió como una siniestra serpiente entre las ocho piernas que trataban de pararle. Cambio de ritmo final y tiro cruzado a la red. Golazo. Bélgica despertó de su sueño. Un despertar violento, frustrante, con sudores fríos. Como quien despierta en medio de una pesadilla, como quien despierta tras ver, tras sufrir algo horrible, como quien ha visto al malvado hombre del saco cercenar sus aspiraciones, destruír sus ilusiones, aplastar sus sueños.

Al término del partido, los belgas lo tenían claro. Una mezcla de admiración, resignación y desesperanza inundaba sus ojos: “Si Maradona jugase con nosotros, Bélgica habría ganado 2-0. Esa es la diferencia”. Sencillo y tajante se mostraba Eric Gerets ante los micrófonos. Parecida opinión tenía el seleccionador, Guy Thys, sobre el asunto: “Si Maradona estuviera en mi equipo, seríamos finalistas”. El primer paso hacia protagonizar el “cómo te portes mal voy a llamar al hombre del saco” en las familias belgas.

Sembrando el pánico. (Foto vía @MaradonaPICS).

Escalofríos rojos

Más de uno en el país de la capital de Europa sintió un sudor frío al comprobar que su selección tendrá enfrente las mismas rayas celestes y blancas que en el 86. Si cien años no son nada, mucho menos son 28. La puñalada está reciente. Y los descendientes del malvado hombre del saco vuelven a cruzarse en el camino de una gran generación belga. Esta vez en cuartos de final del Mundial de Brasil 2014.

Casi tres décadas de amenazas con el hombre del saco. El miedo que padres y madres belgas trataban de infundir a sus pequeños, se torna contra ellos. Esa maldita camiseta a rayas. Esos malditos colores. Sin embargo, un atisbo de ilusión surge en los diablos rojos para el partido del sábado. Una nueva esperanza para que el hombre del saco vuelva a ser impersonal en Bélgica. Ese pequeño demonio con la camiseta albiceleste número diez que trajo la desolación al pequeño país centroeuropeo ya no está. ¿O sí?